Pablo Neruda y Miguel Otero Silva.
Corrían
los años sesenta y para ese momento, en Caracas, era el Yoga la
actividad de moda. Los venezolanos siempre estamos al día de lo que
sucede en los predios espirituales de modo que a nuestro local de
entrenamiento en la práctica hindú, acudían intelectuales, artistas,
cantantes de ópera y gente del mundo cultural; llegaban para compartir
sus habilidades con el pueblo venezolano, que se deleitaba con todas las
demostraciones de los visitantes, que bañaban la avidez característica
que tenemos en Caracas, por todo lo bello,y exquisito.
Fueron
tiempos que dejaron huellas profundas en nuestra vida de amantes de la
cultura, huellas imposibles de borrar, que han quedado para siempre como
recuerdo de algo glorioso, que por más que nos reinventamos en nuestros
mágicos momentos ,hay recuerdos vívidos testigos de ese bello ayer.
La
ópera traía representantes famosos del mundo entero. Nuestros músicos
amantes del bel canto se destacaban igualmente en funciones repletas de
público, fascinante por la elegancia, sin duda impecable.
A nuestra gente de teatro se le hacía justicia en el Teatro Municipal de Caracas y en el Teatro Nacional;
los actores casi no cobraban: recuerdo que me decían que lo hacían por
“amor al arte”. Obras de teatro realizadas espectacularmente, como Hamlet, Doña Rosita la Soltera, que tuvo cincuenta funciones: algo insólito para esa época, 1964; Marat Sade, un ejemplo de gran teatro; La Dama Boba
que se presentó con Juana Sujo; las puestas en escena estaban a cargo
de directores como Horacio Peterson, Alberto de Paz y Mateos, nuestro
querido Carlos Giménez y Román Chalbaud: eran respaldados por
organizaciones culturales sin fines de lucro como Amigos del Teatro. Carlos Gorostiza hace milagros con su interesante obra El Pan de la Locura, realizada en el Teatro Los Caobos. Actores de gran talla realizaban obras clásicas como Volpone, Tric Trac de Isaac Chocrón, La casa de Bernarda Alba. Al morir Alberto de Paz y Mateos aparece El Nuevo Grupo, que se distingue por obras inolvidables como La Revolución, verdaderamente revolucionaria, que no pudo presentarse en Madrid por estar vetada por la censura franquista.
María Teresa Castillo y Pablo Neruda |
María Teresa Otero Castillo y Carlos Giménez crean el Festival Internacional de Teatro de Caracas.
Inolvidables experiencias en el mundo teatral se daban cita en
diferentes teatros y en las calles llenas de energía teatral; corríamos
del Ateneo, donde se distribuían las entradas, hasta el Teatro Nacional, el Municipal y
otras salas de la capital, donde presentaban las obras. Al final del
“corre-corre” diario nos reuníamos en los cafés y restaurantes para
comentar las obras del día. Sí, inolvidables momentos.
El Nuevo Grupo
y otras tantas salas se llenaban de un público ávido de ver obras
provenientes de remotos países como los nórdicos; muchos de ellos traían
a los festivales trabajos de calle, con fuegos artificiales; todo era
gran esplendor y algarabía en las calles candentes de la ciudad.
Un
grupo de amigas nos reuníamos para la clase magistral de Yoga dictada
por una profesora yugoslava, que tenía una gran fama como experta en
artes marciales; éstas se realizaban en la casa de Miguel Otero Silva y
de María Teresa Castillo de Otero: una mansión, hermosa, diferente.
María Teresa cuidaba de su mantenimiento impecable, minuciosa en su
arreglo; la naturaleza que rodeaba la mansión le aportaba una energía
serena, creando el ambiente preciso para la meditación requerida por
este arte tan benigno para la salud física y mental, que es el Yoga.
Esas
horas de concentración llegaron a ser mi actividad preferida. Las
fascinantes clases de Hatha Yoga que minuciosamente nos daba la gran
maestra se realizaban tres veces a la semana; tratábamos de no faltar ni
un solo día, llegamos a ser alumnas excepcionales y disciplinadas al
máximo. Con una técnica sumamente prolija.
Nuestra
maestra se llamaba Simona Liebman; una mujer que, según ella decía,
había vivido intensamente. Era alta, delgada, devota del ejercicio y de
las artes orientales. Sus historias favoritas se referían a la suerte
que había corrido en la Segunda Guerra Mundial: a su alegría por haber
salvado la vida. Era una persona que ayunaba por lo menos dos veces a la
semana, como forma de mantenerse delgada, joven y bella; además de
hacerlo en cumplimiento de una promesa hecha por haber logrado su nuevo
destino fuera del horror de la guerra, en esta tierra que acogió con
amor a los desamparados.
María Teresa hacía unos arreglos florales en gigantescos floreros de
inigualable belleza. Yo siempre me preguntaba si esas flores, tan
exóticas, provenían de otros países; pero no: eran de Venezuela esas
joyas de la naturaleza, fabulosas, raras, de múltiples colores. María
Teresa, armaba y preparaba los ramos con una gracia particular que sólo
ella tenía.
Había
plantado alrededor de la casa papiros de delgados tallos; esbeltas
plantas que le daban un aire totalmente diferente al ya interesante
ambiente. Ese hogar-museo, lleno de obras de arte maravillosas, me daba
la sensación de un refugio seguro para el aprendizaje y la magia de la
palabra, María Teresa siempre nos daba la bienvenida característica
suya: su bella figura bailaba alrededor de nosotros para indicarnos los
sitios en los que recibiríamos la lección de Yoga.
La piscina estaba rodeada de obras de arte que se reflejaban en el azul del agua, en una doble y sugestiva imagen.
Miguel
Enrique, su hijo, nos veía con curiosidad, y creo haber percibido en él
unas sonrisas de apoyo a nuestras actividades meditativas; y recuerdo
que Mariana, su hija, y Miguel Otero, participaban de una manera menos
rígida con nosotras, las afortunadas de entonces. Miguel Otero Silva
tenía una animada conversación, llena de humor, que destacaba su gran
presencia y ponía de relieve su intelectualidad de escritor y su calidad
de ser humano fuera de serie.
A
las ocho de la mañana, en la frescura de Sebucán, tres veces a la
semana hacíamos con fervor creativo esa clase magistral conducida por
Simona; seguía a la sesión un desayuno criollito; para mi placer,
consistía en casabe, café con leche, quesos diversos y otras delicias
mañaneras muy venezolanas.
Cierta
mañana todo fue diferente; para mi mayor asombro, veo en el piso, con
las piernas cruzadas en posición de loto, al admirado Pablo Neruda. Me lo presenta, así como a su esposa Matilde. Yo no lo podía creer: Pablo Neruda, el autor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada,
un libro que siempre me hizo vibrar en mi adolescencia; lo leía y
releía con mucho entusiasmo romántico. No veía la hora del final de la
clase, para salir corriendo a mi casa, a hurgar en mi biblioteca en
busca de ese ejemplar del poemario, que había conservado conmigo a lo
largo de muchos años; mi pequeña joya perdida en los estantes aún medio
vacíos de mi colección de libros que empezaba a construir.
Llegué
emocionada a mi casa, y, en efecto, el libro que buscaba estaba
esperándome; lo hallé muy subrayado, por mí o por otros lectores que
compartieron conmigo en algún tiempo línea por línea los preciosos
poemas.
En la siguiente clase de Yoga, con Veinte poemas de amor en
mi bolsillo, orgullosa de tenerlo todavía, y más aún, de poder escuchar
y compartir una conversación con su autor. Neruda hablaba con
entusiasmo de todo lo que a él le gustaba; recuerdo sus comentarios
sobre la comida maravillosa de la mesa de María Teresa, que lo tenía
arrobado; hablaba de su pasión por la vida, de su gusto por los viajes,
del arte, y recreaba los objetos que eran queridos para él: sus sueños
de juventud, la lucha por la justicia, sin dejar de mencionar sus
escritos más amados. A mis sentidos de joven mujer, todo lo que Neruda
decía me impresionaba; sentí admirarlo más ahora, habiéndolo conocido
personalmente, a ese ser sencillo, genial, amoroso con su esposa, y
gentil con nosotros, los que lo rodeaban disfrutando de su personalidad
cautivadora.
En
el desayuno de esa mañana el libro vibraba, quería salir de su
escondite; pero algo no me permitió interrumpir la charla en la mesa; no
me atreví a sacarlo del bolsillo, esboscé una sonrisa íntima, sólo para
mí, pensando que tenía el libro escondido, y bien oculto se quedó
esperando otra oportunidad.
Esta
no tardó tanto en producirse; vino a otra clase y yo tenía listo el
libro para pedirle una firma, o sea un autógrafo al maestro, pero, como
algo raro, tampoco esta vez logré sacarlo de su escondite entre mis
costillas.
Ese
día para mi sorpresa y alegría, Pablo me pidió llevarlo a él y a
Matilde a Sabana Grande, donde tenía el propósito de hacer unas compras.
Me puse a su servicio de inmediato, por supuesto. Resultó que Matilde,
su bella esposa, había visto un aparato algo complicado: una caja de
rollos que se calentaban y se colocaban en la cabeza para formar bucles,
de modo que en un santiamén cualquier peinado laborioso se hacía fácil y
terminaba como hecho en la peluquería por manos muy expertas.
María
Teresa, burbujeante siempre como la champagne, dirigía con amor y
dedicación el Ateneo de Caracas, que era por sí mismo otro lugar de
excepción donde sucedían eventos de gran calidad. Debido a sus
ocupaciones en el Ateneo, María Teresa no pudo acompañarnos, de modo que
a la excursión de compras por Sabana Grande fuimos Pablo Neruda,
Matilde y yo. Recuerdo, como si fuera hoy, a ese hombre complaciente y
gentil, tan dedicado a su esposa; me llamó la curiosidad el que ambos
mostraron especial interés en objetos que realzaban la belleza femenina.
Neruda le hizo varios regalos a Matilde, entre ellos los famosos
“rollos calientes” tan en boga para esa época.
Por
mi parte, disfruté haciéndoles de Cicerón a los Neruda, les conté
respecto a los detalles de lo que entonces era una agradable y vibrante
zona comercial de Caracas, de los negocios que estaban a la vista y de
los más ocultos y mágicos: esos que cobran forma después del atardecer.
Les
dije, por ejemplo, que cerca de la entrada de Sabana Grande existía la
Gran Avenida, un sitio que fue como el primer centro comercial
horizontal de Caracas, había en él una librería sensacional: Edime “la librería de las librerías”; al lado un negocio llamado “La Porcelana Inglesa” lucía lleno de obras de arte del mundo entero, también “Merle Norman”,
que pertenecía a mi familia, una tienda algo extraña de cosméticos y de
joyas de fantasía que eran muy especiales. Seguía la tienda de muebles “Deco Dibo”, donde veíamos al entonces joven y hoy gran artista de fama mundial Cornelius Zitman modernizar los muebles.
Al principio de la avenida, o muy cerca, se encontraba el “Todo París”;
era un interesante cabaret internacional que me tenía curiosa y
fascinada. Una de las características de nuestra Caracas que se conserva
desde esa época, es que al lado de una funeraria puede haber un
restaurante, un burdel, un motel, o cualquier otro establecimiento, sin
que compaginen unos con otros. Surrealista como ninguna la bella
Caracas. El restaurante “Páprika”, con sus Smorgarbords, en
bandejas enormes, redondas, llenas de charcutería, pepinillos y repollo
agrio, y más adelante los cafés de Sabana Grande, el “Piccolo”, el “Gran Café”, el famoso “Chicken Bar”,
de comida austríaca: su bella dueña manejaba con gracia muy femenina al
animado sitio. Allí se reunían a comer los poetas y pintores, muchos de
ellos dejaron en las sillas, manteles, mesas y biombos autógrafos y
palabras de amor, cadáveres exquisitos, juegos poéticos de entonces,
quedaron bien grabados para la posteridad en esas maderas que recordaban
al Tirol de Austria, pero sus palabras impresas en la madera eran del
corazón de Venezuela.
Las librerías “Suma”, y “Cruz del Sur”
que Cristina Guzmán atendía con responsabilidad y conocimientos, eran
sitios estupendos donde se reunían grandes escritores criollos y
extranjeros: en ellas se bautizaban sus libros y compartían con los
asistentes. Un digno bautizo en las librerías de entonces, con vinitos y
pasapalos, que saturaban de alegría a Sabana Grande. La recuerdo como
una larga calle llena de diversos establecimientos; en ellos se
conseguía de todo, en medio de una atmósfera tropical, y se podía ver en
ella a personajes típicos de nuestra Venezuela. Las tiendas tenían la
elegancia precisa, y se podía caminar muchas cuadras admirando siempre
novedades en las vitrinas. Sabana Grande fue el espacio precursor de las
grandes tiendas y centros comerciales que vendrían más tarde...
Eran
asunto corriente las exposiciones de arte en las librerías; se trataba
de muestras sencillas pero bellas que daban a conocer las tendencias del
arte que estaban de moda; por lo general, los sitios estaban repletos
de gente interesada.
Sabana Grande era un panal de cultura.
Sabana Grande era un panal de cultura.
Claro, no podía faltar un sitio peligroso: el Callejón de la Puñalada,
así llamado por razones que pueden intuirse, no obstante, todos íbamos a
esa calle estrecha entre la avenida principal de Sabana Grande y la
Avenida Casanova, llena de un vicioso encanto; en cierto pequeño
establecimiento llamado “Perlita’s Grill Bar” cantaba Yelitza, vestida de frae, cantaba en perfecto alemán haciendo copia exacta de Marlene la rubia Dietrich. Cerca estaba el “Key Club”, exclusivo para socios adinerados, cada uno de los cuales disponía de su propia llave particular; era muy chic. El “Tony”
de la Plaza Venezuela, en donde las negritas en carnaval, desnudaban su
cuerpo cubierto solamente con una capa negra: en un movimiento zas-zas
abrían con sensualidad la capa que guardaba el secreto, la abrían y la
volvían a cerrar en un segundo.
Realmente,
no nos dimos cuenta de lo que vivimos. También habían una florista que
deambulaba por los locales nocturnos; a veces todavía la veo por allí,
vendiendo flores en los restaurantes, hoy ya con otra energía, vestida
con el mismo tailleur blanco que entonces usaba, quizás una talla mas
grande, pero se ve igual, con la misma sonrisa de antes: es la misma, la
chica que iba de sitio en sitio con sus flores hablando francés,
ofreciendo con dulzura su olorosa mercancía.
Los
caricaturistas llenaban los cafés, y los artistas que eran famosos y
vivían en el exterior, ocasionalmente se dejaban ver por ahí y nos
llamaban la atención. Nuestra vida tenía un rumbo de alegría y
cordialidad venezolana.
Todo esto se lo conté a Pablo Neruda y a Matilde, asombrados de nuestra modernidad.
Volví
a tocar mi librito del “Poema veinte”, y de nuevo, paralizada, no pude
pedirle lo que quería: su autógrafo, de su puño y letra, encabezando mi
viejo ejemplar de su famosa colección de poemas.
Nunca
llegué a pedírselo, y no me acuerdo cuándo ni cómo el poeta se fue de
Venezuela pero no lo vi nunca más. A su mujer, Matilde, la volví a ver
años después con mi amiga Fifa Soto; Pablo ya había fallecido.
Hace unos años vi una película italiana llamada “El Cartero”,
ganadora de premios, presenta la vida de Pablo Neruda y de su esposa
Matilde en Italia, el actor que interpretaba a Neruda se le parecía
físicamente y captó su personalidad humana y tierna. Salí conmovida de
la película, y entonces me dije que realmente una firma dentro de ese
libro tan querido no significaba nada comparada a las horas pasadas con
Pablo y Matilde, Miguel Otero y María Teresa en esa bella quinta
Macondo, en donde disfruté de conversaciones y momentos deliciosos entre
una clase de yoga y el desayuno criollo, ameno y cultural, en la
Caracas maravillosa de los años sesenta.
©Susy Dembo